A propósito del lanzamiento hoy, en el Teatro Colón, de la Biblioteca del Proceso de Paz con las
Farc, que contiene documentos inéditos de los diálogos con la exguerrilla, el excomisionado para la Paz Sergio Jaramillo, actual embajador en Bruselas, expone en el siguiente artículo las 10 razones que, a su juicio, hicieron que la negociación de paz de La Habana fuera la definitiva.
El conflicto colombiano ha sido el más largo en la historia de América Latina. Tan largo, que se convirtió en una forma de vida. Nuestros oficiales pasaban toda su carrera militar combatiendo con dedicación a un mismo enemigo, la guerrilla por su parte, si bien disminuida, seguía rondando las selvas y montañas, y la población civil en las zonas de conflicto sobrevivía como podía, mientras que a las mayorías en las ciudades sólo las imágenes en sus televisores les recordaban que vivían en un país en guerra.
Cuando un conflicto se prolonga por más de cinco décadas, como ocurrió en nuestro país, es también porque hay prácticas e intereses que militan en contra de cualquier solución. La pregunta entonces es: si Colombia padecía un “conflicto insoluble”, como dicen los expertos, ¿por qué esta vez se pudo llegar a un acuerdo? O, dicho de otra manera, ¿cómo fue posible transformar la lógica de la confrontación en una lógica de cooperación?
Antes de intentar una respuesta, vale la pena recordar aquí dos ideas de Thomas Schelling, el gran teórico de la estrategia (y quien tuvo la amabilidad, a los 93 años, de asistir en 2014 a una reunión en Nueva York sobe la negociación de La Habana). La primera es la idea bien conocida de que ningún conflicto es un puro conflicto o confrontación, sino más bien una combinación de intereses que pueden motivar tanto la confrontación como la cooperación.
La segunda idea es un complemento de la primera: por esa razón —por lo que puede haber soluciones de cooperación con las que todos ganan— “ganar” en un conflicto no significa tanto ganar con relación al adversario, sino “ganar con relación a nuestro propio sistema de valores”.
Una negociación puede ser entonces la mejor manera de ganar en un conflicto, en la medida que alinea los intereses de cooperación de las partes, termina la guerra (¿se necesita más justificación para una negociación que salvar vidas?) y permite construir una solución en la que gane toda la sociedad y ganen las víctimas en particular, las del pasado y las potenciales del futuro. Que es lo que significa, creo yo, ganar “con relación a nuestro propio sistema de valores”.
Eso en todo caso fue lo que tratamos de hacer en La Habana: llegar a un acuerdo que pusiera fin al conflicto y abriera las puertas a una etapa de transición para implementar el acuerdo y cerrar el conflicto histórico, en beneficio de toda la sociedad.
Volvamos a la pregunta: ¿por qué esta vez sí fue posible llegar a un acuerdo? Hay dos formas, complementarias, de ver el problema. La primera es: ¿qué condiciones cambiaron que hicieron posible las negociaciones? Esto es lo que los estudiosos suelen llamar el momento propicio o “maduro”. Dejemos esa discusión a los historiadores y analistas, aunque no sobra señalar que el cambio que más se suele mencionar —el cambio en el equilibrio militar— fue sin duda una condición necesaria para que se dieran las negociaciones, mas no suficiente. Muchos astros se tenían que alinear, como dijo Helmut Kohl de la reunificación alemana. Además, prácticamente ninguna guerrilla se rinde. El conflicto habría podido prolongarse en las zonas rurales de Colombia por décadas sin ningún problema.
El punto es que la existencia de condiciones favorables en ningún caso garantiza un resultado. La historia está repleta de momentos propicios que se dejaron pasar porque no se construyó una solución.
El primer paso fue, sencillamente, reconocer que había una ventana de oportunidad para la paz y. sobre todo, reconocer el conflicto
Esa es la otra manera de mirar el problema: entender el proceso de paz como la construcción de un espacio que permita cambiar la mezcla de intereses, de manera que la cooperación prevalezca por sobre la confrontación. Esa es la esencia, a mi juicio, de la paz —y quizá de la estrategia en general—: construir espacios que encaucen la realidad y hagan que las cosas fluyan en una cierta dirección y que las personas se comporten de otra manera, abriendo posibilidades de cambio y transformación.
Es, si se quiere, una forma de diseño, que no difiere mucho de construir una casa: se acuerda un plan, se ponen los cimientos, luego el piso, luego se agregan unas habitaciones, etc. Excepto que se trata, literalmente, de una casa en movimiento.
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Intentaré describir diez pasos que, a mi juicio, hicieron posible convertir la lógica de confrontación en una lógica de cooperación y llegar a un acuerdo.
El primer paso fue, sencillamente, reconocer que había una ventana de oportunidad para la paz y. sobre todo, reconocer el conflicto. Eso fue lo que hizo el presidente Santos en 2010. Sin esa claridad de visión y la disposición a asumir todos los riesgos políticos, sencillamente no habría habido acuerdo.
Al mismo tiempo, después de tres procesos de paz fallidos —en la Uribe, en Tlaxcala y en el Caguán— sabíamos que otro fracaso cerraría las puertas en el futuro a cualquier intento de negociación. Nos vimos por tanto obligados a seguir una “estrategia de prudencia”, que no es otra cosa que ir paso a paso y hacer las cosas de manera incremental, construyendo sobre resultado concretos. Es bien sabido que la mejor manera de asegurar la cooperación entre adversarios es construir resultados paulatinamente a lo largo del tiempo, lo que a su vez construye confianza, porque demuestra seriedad.
Sea como fuere, a finales de 2010 el presidente Santos reconoció públicamente mediante un proyecto de ley —la Ley de Víctimas— que había en Colombia un conflicto armado interno. Algo perfectamente obvio (cientos de nuestros soldados morían año tras año en operaciones militares, todas conducidas bajo el DIH, es decir el derecho de la guerra), pero no para el gobierno anterior, que siempre lo negó. Esa negación constituye la base de la ideología del ex presidente Uribe y el principal impedimento a una solución sensata del conflicto.
Sin ese reconocimiento no hay el marco necesario para una negociación de paz, por dos razones. Primero, porque que el eje de cualquier negociación en cualquier parte del mundo es el desarme de la guerrilla a cambio de su tránsito a la política. De otra manera no hay negociación posible: ninguna guerrilla deja las armas para luego saltar a un abismo, sino para transformarse en un movimiento político.
Ese tránsito encuentra su justificación en que significa el cierre de un conflicto armado, el fin de la violencia política y por tanto el fortalecimiento de la democracia. Además, sin el marco del conflicto tampoco hay una base de dignidad, y sin dignidad no hay negociación posible.
Por otra parte, es el marco del conflicto el que permite determinar qué conductas son lícitas y qué conductas deben ser sancionadas porque constituyen una infracción a las normas del derecho de los conflictos armados. Y, sobre todo, permite y justifica la puesta en marcha de un sistema de justicia transicional para responderles a las víctimas.
Lo que está en juego es entonces la idea misma de la transición. Sin el reconocimiento del conflicto no sólo no hay negociación de paz posible, sino tampoco un concepto coherente de transición, con todas las consecuencias que ello tiene para las víctimas, para la paz, para la reconciliación y para la construcción de una visión colectiva del futuro del país.
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El segundo paso fue construir un entorno y una participación internacional adecuados. En 2010 Colombia estaba completamente aislada en el continente. Por eso uno de los primeros actos de gobierno del presidente Santos fue —más allá de todas las diferencias— sentarse con el presidente Chávez como vecinos responsables para bajar la tensión. A los pocos meses, con la ayuda de su canciller, María Ángela Holguín, el presidente Santos consiguió normalizar las relaciones con nuestros vecinos y obtener el apoyo de toda la región. Recuerdo con claridad una reunión que tuve con Hugo Chávez en la que terminó diciéndome: “solíamos tratarnos como enemigos, ahora nos trataremos como adversarios”.
Eso es lo que logra el diálogo. Después de hablar con el presidente Santos, Chávez cambió radicalmente su posición con Colombia y en lugar de apoyar a la guerrilla decidió apoyar el proceso de paz.
Después del proceso traumático del Caguán, en el que se invitó a cerca de dos docenas de países como amigos del proceso sin saber muy bien para qué (una vez se le asigna a alguien una función, la quiere ejercer), decidimos optar esta vez frente a la comunidad internacional por una estrategia minimalista o más bien “determinada por las necesidades”: conseguir el apoyo internacional estrictamente necesario para las tareas que había que cumplir, e ir abriéndolo paulatinamente a otros países —principalmente de la región—, de acuerdo con las necesidades del proceso.
Los primeros y los principales países de apoyo fueron Cuba y Noruega, quienes fueron como se sabe los “garantes” de la negociación, con Cuba como anfitrión (asistían a todas las reuniones, pero no intervenían; en momentos de crisis facilitaban soluciones por fuera de la mesa).
¿Por qué Cuba? Pensamos que Cuba tenía un interés en ayudar a poner fin al conflicto armado, y eso fue exactamente lo que sucedió. Le dio a las Farc las garantías de seguridad necesarias, nos ofreció un lugar donde podíamos adelantar negociaciones con toda tranquilidad, y nos suministró con gran generosidad todos los recursos humanos y materiales para hacer un éxito de la negociación. Noruega, por su parte, aportó todo su conocido profesionalismo y acompañó la negociación con mucha inteligencia ¬(por ejemplo, llevando grupos de expertos en justicia transicional a hablar con las Farc), de principio a fin.
Un papel no mucho menos importante desempeñó el Comité Internacional de la Cruz Roja. Fue gracias a las complejísimas operaciones de extracción de los comandantes de las Farc desde la selva que la negociación en La Habana literalmente fue posible. Esas operaciones son un buen ejemplo de la “estrategia incremental”: venciendo muchos miedos, construimos un modelo en la fase secreta con el CICR y los países garantes que dio resultados y construyó confianza. Y luego se abrió como un espiral, multiplicándose por docenas en la fase pública de la negociación.
Con el contexto internacional actual la negociación habría sido mucho más difícil, o tal vez imposible
Por otra parte, reunimos un grupo de asesores internacionales —Jonathan Powell, William Ury, Shlomo Ben Ami, Joaquín Villalobos y Dudley Ankerson— con mucha experiencia en negociaciones de paz. Todo conflicto es distinto, y por tanto toda negociación de paz. Como diría Clausewitz, la primera condición para que una negociación funcione es entender la naturaleza del conflicto que se está tratando de resolver. Pero también hay elementos estructurales en todas las negociaciones que son necesariamente semejantes (por ejemplo, el problema de garantías para quienes se desarman), y se aprende mucho de lo que otros han logrado, así como de sus errores.
Más adelante, en la fase pública, invitamos a Chile y a Venezuela a que hicieran de “acompañantes” del proceso. Nos visitaban en La Habana y explicaban luego los avances (y también las dificultades) a los diferentes países de la región.
Un capítulo aparte son los Estados Unidos. El Presidente Obama apoyó fuertemente el proceso. Su gobierno no interfirió de manera alguna y cuando a fines de 2014 todo indicaba que un papel más activo de los Estados Unidos era conveniente, por solicitud del presidente Santos el Secretario de Estado John Kerry —quien no podía haber demostrado un mayor compromiso con el proceso— despachó rápidamente a La Habana a Bernie Aronson como enviado especial. Un diplomático retirado, muy paciente y muy sagaz, que ayudó mucho a que las Farc entendieran el punto de vista de Washington, y viceversa.
Lastimosamente, con el cambio de gobierno en los Estados Unidos, cambió también la actitud. Lo que demuestra una vez más que no se pueden dejar pasar las ventanas de oportunidad.Con el contexto internacional actual la negociación habría sido mucho más difícil, o tal vez imposible.
Hay que resaltar el papel del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que en medio de los mayores desacuerdos y tensiones internacionales, a solicitud de Colombia, votó por unanimidad dos resoluciones para crear y poner en marcha una misión política especial que verificara el cese al fuego (posteriormente votaría tres resoluciones más, también por unanimidad); y de Jeff Feltman, el Subsecretario de Asuntos Políticos de la ONU, quien diseñó esa misión ciñéndose estrictamente a lo que le pedimos y nos apoyó en todo momento, como lo hizo la delegación del Reino Unido, que redactó las resoluciones del Consejo.
El cese al fuego bilateral bajo la supervisión del Consejo de Seguridad fue un éxito. Prácticamente no hubo un incidente durante la permanencia de las Farc en las 26 zonas de concentración. Nuestras Fuerzas Militares y Policía Nacional dieron muestras del más extraordinario profesionalismo, y las Farc hicieron su parte también. “Para mí es un honor Comisionado haber sido parte del fin de la guerra”, me dijo un mayor del Ejército en un austero campamento en medio de las selvas del Chocó, donde pasaba sus días asegurando la protección de la zona de concentración. Lo mismo hizo la Policía Nacional con la creación de una unidad especial de protección (Unipep), que rápidamente se ganó el respeto de los comandantes de las Farc.
Al mismo tiempo, el mecanismo tripartito de verificación que acordamos, en el que Naciones Unidas, Gobierno y Farc investigaban conjuntamente en el terreno cualquier denuncia de violación, portando los mismos chalecos de color café, sorprendió a los pobladores de las zonas y construyó confianza. Hoy las Naciones Unidas lo presentan como un ejemplo para otros procesos.
No menos éxito tuvo el proceso de desarme. Después de recolectar inteligencia por décadas, el Gobierno tenía información muy detallada de las armas de la Farc, y esas fueron las que se entregaron. Cerca de 9.000 armas, incluyendo 274 ametralladoras pesadas y 266 morteros, junto con 40 toneladas de explosivos, quedaron en manos de los observadores de Naciones Unidas, en su mayoría oficiales de los países de la región.
Por último, la Alta Representante para Asuntos Exteriores de la Unión Europea, Federica Mogherini, tan pronto vio que se acercaba el fin de la negociación, envió a La Habana a Eamon Gilmore, ex Ministro de Relaciones Exteriores de Irlanda, como enviado especial de la Unión Europea, para comenzar a preparar el apoyo a la implementación del Acuerdo de Paz. Difícil imaginar un socio más constante y más comprometido con la paz de Colombia que la Unión Europea.
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El tercer paso —y quizá el paso crítico— fue insistir en sostener primero conversaciones secretas y llegar a un acuerdo marco antes de iniciar cualquier proceso de paz público. Después de un año y medio de usar canales secretos y de enviar y recibir mensajes a través de los buenos oficios de Henry Acosta, iniciamos las conversaciones secretas en La Habana el 24 de febrero de 2012 con Enrique Santos, Frank Pearl, y los demás miembros de una pequeña delegación.
Hablar en secreto tenía tres ventajas.
En primer lugar, permitió a ambos lados discutir seriamente y probar al otro sin la presión de la opinión pública, y sin la tentación de utilizar los medios para agradar a su propia audiencia, que fue exactamente lo que ocurrió una vez que se lanzó la fase pública del proceso en octubre de 2012.
Segundo, el acuerdo marco que firmamos el 26 de agosto de 2012 —el Acuerdo General—no sólo estableció la agenda, sino los términos y la visión del proceso de paz. Fue una especie de “contrato”, de manera que el Gobierno, las Farc y, especialmente los colombianos, sabían exactamente en qué nos estábamos metiendo y qué incluía la agenda de negociación (y no menos importante, qué no). Y dejaba claro, como veremos, que esta vez se iba a discutir el fin del conflicto de verdad.
Desde el comienzo, dijimos que este proceso, a diferencia de los procesos anteriores con las Farc, tenía por objetivo poner fin al conflicto armado
Tercero, las conversaciones secretas confirieron la dignidad necesaria al proceso de paz y desarrollaron los métodos que más adelante encauzaron el proceso. Nos tratamos como interlocutores en una mesa de negociación y nos hablamos con respeto. Esto es algo que, aún ahora, algunos no aceptan. Sostienen que el Gobierno “se igualó” a las Farc.
No es así. Evidentemente una negociación es entre dos, y para que funcione es preciso acatar las mismas reglas y procedimientos, porque son estas reglas y procedimientos los que permiten llegar a acuerdos. Y confieren además la necesaria dignidad al proceso de negociación.
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El cuarto paso fue crear un relato o “narrativa” —como se dice hoy en día— que direccionara el proceso de paz, estableciera claros límites a la negociación y abriera a la vez un espacio dentro del cual ambas partes pudieran “vivir”.
La nueva narrativa se llamó "el fin del conflicto." Desde el comienzo, dijimos que este proceso, a diferencia de los procesos anteriores con las Farc, tenía por objetivo poner fin al conflicto armado. Con ello queríamos decir tres cosas. Primero, que esta vez era para terminar de verdad: la agenda tendría que incluir un punto sobre desarme, algo que las Farc nunca habían aceptado y que, de hecho, llevó al rompimiento transitorio de las conversaciones secretas. De otra manera no estábamos dispuestos a arriesgar un nuevo proceso de paz.
No sobra anotar que procedimos de manera contraria a lo que recomiendan muchos “expertos” en negociación. En lugar de proceder de lo más fácil a los más difícil, insistimos en aclarar primero el punto más delicado, el desarme. Cuando quedó claro que ese punto iba a quedar, abrimos la puerta a la discusión de los demás.
Segundo, "el fin del conflicto" significaba no sólo la terminación de la confrontación armada, sino también y sobre todo su no repetición. El Acuerdo debía contribuir a poner fin definitivamente a los ciclos históricos de violencia política en Colombia, y a evitar su recurrencia o degeneración en otras formas de violencia, como había sucedido tantas veces en el pasado. Por eso se trataba, como no nos cansamos de repetir, de mucho más que de la dejación de armas de las Farc.
El desarme era una condición necesaria, pero de ninguna manera suficiente para garantizar la no repetición. Debíamos atacar los factores que por tanto tiempo habían alimentado y mantenido vivo el conflicto y la violencia.
Esa es la lógica o lógicas de no repetición que pretende desatar la agenda del Acuerdo. Una lógica de integración territorial, que permita en una transición de 15 años a las regiones y poblaciones de las zonas periféricas que más han padecido el conflicto integrarse a la vida y a la economía nacional y gozar de condiciones mínimas de bienestar (punto 1, desarrollo rural integral).
Una lógica de activación de los derechos políticos de la ciudadanía, para que el término “democracia” tenga significado en todo el territorio nacional y la violencia desaparezca de nuestras costumbres políticas (punto 2, participación política).
Una lógica de transformación de los territorios con cultivos de coca mediante la creación de economías legales, de la mano de la acción del aparato judicial sobre el crimen organizado local (punto 4, drogas).
Y, finalmente, una lógica de reconocimiento y repuesta a las víctimas, que garantice sus derechos, aplaque el resentimiento que carcome a las personas y alimenta los odios en la sociedad, y promueva condiciones de convivencia y reconciliación.
La narrativa del fin del conflicto nos ayudó también a separar de la negociación la infinidad de propuestas que hicieron las Farc y que no aceptamos (basta con recordar los cientos de “propuestas mínimas”), precisamente por no tener relación directa con el conflicto y su no repetición. La narrativa definió la agenda.
A la vez, cada quien podía dar su propia justificación a los puntos de la agenda. El Gobierno por ejemplo pensaba, como ya lo mencioné, que la agenda incluía aquellos puntos que trataban las condiciones que mantenían vivo el conflicto, mientras que las Farc pensaban que se trataba de las “causas objetivas” y de la justificación de su lucha, con lo que el Gobierno no estaba de acuerdo.
Pero la interpretación no importaba, mientras estuviéramos hablando sobre las mismas cosas concretas. Eso fue lo que consiguió la narrativa del Acuerdo General: abrir un espacio dentro del cual ambas partes podían respirar y desarrollar una negociación.
Ante todo, la narrativa del fin del conflicto reconocía la enorme oportunidad de cambio que un acuerdo de paz suponía para Colombia. La posibilidad de pasar de la aspiración consignada en los derechos fundamentales de la Constitución del 91 —y en tantas promesas incumplidas— a desencadenar lógicas y acciones concretas de transformación que, al menos sobre ciertos territorios y ciertas poblaciones más vulnerables, les pusieran carne a esos huesos y sentaran las bases de la paz.
Nuestros críticos en ocasiones preguntaban por qué estas reformas debían ser el producto de un acuerdo con las Farc, cuando eran —sostienen — lo que corresponde hacer a cualquier gobierno. A lo que siempre respondo, si es tan evidente, ¿por qué no las han hecho?
Claramente hay un problema con los incentivos de la economía política de nuestro país, que ha dejado vastas regiones fuera del radar de los políticos y, en general, de la economía. A mi juicio, solo un acuerdo de paz puede impulsar con suficiente fuerza un proceso de institucionalización y democratización del territorio. Lo que en otra ocasión he llamado una paz territorial y una democracia más abarcante.
Finalmente, la narrativa del "fin del conflicto" nos permitió distinguir entre la negociación que se adelantaba en La Habana para poner fin a la confrontación y la fase siguiente de construcción de paz, que exige la participación de todos. Esta diferencia conceptual y práctica a la vez, que incluimos desde un comienzo en el Acuerdo General, era también una manera de reconocer todo el trabajo de construcción de paz que durante muchos años ya se había desarrollado en los territorios, lo que acercó el proceso a las comunidades.
Todo lo anterior estaba sometido a un principio muy sencillo pero muy efectivo del Acuerdo General: “nada está acordado hasta que todo esté acordado”. Es decir, el Gobierno no se iba a comprometer a hacer nada de esto si el fin del conflicto armado no estaba acordado también.
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El quinto paso fue establecer una metodología capaz de “contener” el proceso, sobre todo en la fase pública. No hay que olvidar que las negociaciones en La Habana no tuvieron un mediador, algo poco usual. No había un diplomático de las Naciones Unidas redactando el acuerdo en el perfecto lenguaje de la ONU. Discutimos y peleamos prácticamente cada palabra que acordamos con las Farc, y sin embargo logramos redactar conjuntamente las 300 páginas del acuerdo.
Eso sólo fue posible porque desde la fase secreta de negociación habíamos establecido un método de trabajo, que luego en la fase pública se desarrolló y amplió, para incluir diferentes espacios:
- La Mesa con todos los plenipotenciarios, donde se intercambiaban visiones y se hacían propuestas.
- La Comisión de Redacción, donde se intercambiaban propuestas concretas y se acordaba el texto del acuerdo.
- La Comisión de Género, donde se revisaba el texto y se hacían propuestas para asegurar que el Acuerdo reflejara un enfoque de género.
- La Comisión del punto “Fin del Conflicto”, donde se acordaron los términos del cese al fuego y de hostilidades bilateral y definitivo, con la participación de oficiales activos de las Fuerzas Militares y la Policía Nacional.
- Un grupo de juristas, que trató el punto de la justicia penal.
Los procedimientos formales de la negociación fueron importantes también. El hecho de que trabajábamos durante tres días, nos deteníamos un día, y continuábamos con otros tres, sin importar qué día de la semana fuese, le dio un extraño sentido de estructura a la negociación. Como lo hizo, por contraste con toda esa formalidad, las reuniones informales que organizamos entre los jefes de las delegaciones conocidas como los “3 x 3”, donde sondeábamos propuestas y resolvíamos problemas.
Pero quizás lo más importante fue la forma incremental como procedieron las negociaciones. Como es conocido, el proceso se prolongó por mucho tiempo — estuvimos en La Habana cuatro años y medio — y pagamos un alto costo político por ello. Pero me pregunto si habría podido ser de otra manera. Prácticamente no había un día en el que no trabajáramos intensamente.
Y la contraparte era muy inteligente en poner el freno de mano cuando no estaba dispuesta a tratar un tema incómodo o a aceptar una propuesta. En esa situación no hay más opción que aguantar y no aceptar lo inaceptable.
Sobre todo, creo que esta aproximación “incremental” y paulatina fue definitiva para construir confianza, tanto en La Habana como en Colombia. Cada vez que llegábamos a un acuerdo sobre un punto de la agenda, lo hacíamos público. Después de uno o dos de estos acuerdos era muy difícil imaginar que alguno de los lados iba a desistir fácilmente. El trabajo había sido mucho y muy duro, así faltara mucho más.
Dicho sea de paso, esto es, en mi opinión, lo que significa la construcción de confianza en un proceso de paz: se confía en los resultados del proceso mismo. En cuanto más se consigue, más irreversible parece y de hecho lo es.
Si se trataba de romper el ciclo de violencia y hacer justicia a tantas personas que sufrieron un daño irreparable en sus vidas, era necesario poner a las víctimas en el centro de la negociación
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El sexto paso fue organizar un equipo negociador con credibilidad para los colombianos y, por supuesto, capacidad para negociar. Cuando se inició la fase pública del proceso en octubre de 2012, el presidente Santos trajo a Humberto de la Calle, exvicepresidente, quien fue un extraordinario jefe de la delegación y mantuvo a flote el proceso en medio de las más grandes dificultades; al más respetado antiguo Comandante de las Fuerzas Armadas, general Jorge Enrique Mora; al más respetado antiguo director de la Policía, el general Óscar Naranjo; y finalmente estaba yo, como Alto Comisionado para la Paz.
También estuvieron en diferentes momentos Frank Pearl, exconsejero de Reintegración y exAlto Comisionado para la Paz; Luis Carlos Villegas, expresidente de la Andi; Nigeria Rentería, María Paulina Riveros, Gonzalo Restrepo, el senador Roy Barreras y la canciller María Ángela Holguín.
En unas últimas reuniones de cierre participaron también Rafael Pardo, Alto Consejero para el Posconflicto, y Juan Fernando Cristo, Ministro del Interior, a quien le debemos que, a pesar de la más dura oposición, haya sido posible sacar adelante posteriormente buena parte de la legislación más crítica para el acuerdo.
Con la mayor frecuencia, nuestras discusiones internas no fueron menos intensas que las discusiones con las Farc. Pero precisamente gracias a que todas las propuestas que llevábamos a la mesa pasaban por el filtro de un fuerte debate entre personas de muy distintas experiencias y opiniones, las propuestas que presentó el Gobierno fueron siempre sólidas y, sobre todo, unificadas. En la mesa hablábamos con una sola voz.
Por su parte Timochenko, el comandante de las Farc, con mucha inteligencia promovió la presencia en la mesa de los miembros del Secretariado y, sobre todo, de los principales comandantes regionales de las Farc, quienes pudieron rotar por La Habana gracias al extraordinario apoyo que recibimos del Comité Internacional de la Cruz Roja y de los países garantes.
Pocas medidas fueron mas importantes (y mas dispendiosas) que esta, porque se pudo mantener la unidad de la organización durante toda la negociación.
Permanentemente partían helicópteros con emblemas del CICR a recoger a miembros de las Farc en la mitad de las selvas o en los picos de las montañas. En el último año de la negociación el recorrido fue en el sentido contrario: quienes estaban en La Habana regresaron a Colombia para hacer pedagogía en los frentes, entre sus hombres y mujeres. Para la mayoría de las Farc estas visitas representaban la realidad palpable de la paz.
Otra innovación importante fue la decisión del Presidente Santos de enviar oficiales activos de las Fuerzas Militares y de la Policía Nacional a La Habana para negociar el cese del fuego. Los generales Flórez, Rojas, Nieto, Rivera y Pico, junto con el almirante Romero y un equipo de oficiales de apoyo, no sólo perfeccionaron los detalles del cese al fuego. Se convirtieron además en un canal a través del cual fluyó la información a las Fuerzas y a la Policía, y contribuyeron así a crear confianza.
No puedo dejar de mencionar a los muchos hombres y sobre todo mujeres de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz —eran literalmente la base del iceberg—, que hicieron la mayor parte del duro trabajo de preparar las propuestas todos los días hasta altas horas de la noche y en general de crear las condiciones para garantizar el éxito de la negociación en todos los frentes.
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El séptimo paso fue poner a las víctimas del conflicto en el centro del acuerdo. El conflicto colombiano ha sido, de lejos, el más violento de América Latina y el que dejó el mayor número de víctimas. Para la mayor parte de los colombianos eso es lo que representa el conflicto: el hecho de la victimización. La muerte, el secuestro o la desaparición de un ser querido. Y si hablamos con un joven miembro de las Farc, o con su equivalente en los paramilitares, encontramos con mucha frecuencia que se unió a sus filas porque había sido víctima del otro.
Si se trataba de romper el ciclo de violencia y hacer justicia a tantas personas que sufrieron un daño irreparable en sus vidas, era necesario poner a las víctimas en el centro de la negociación. Por eso insistimos desde el primer día de las negociaciones secretas en que no había acuerdo posible si no incluíamos un punto sobre las víctimas en la agenda. Esta es probablemente la principal innovación del proceso de paz colombiano. No había ocurrido en ninguna negociación anterior.
Asumir la perspectiva de las víctimas tenía tres ventajas. Primero, nos daba una medida adecuada de lucha contra la impunidad en una transición hacia la paz —el grado de satisfacción de los derechos de las víctimas— y garantizaba una respuesta más acorde con las expectativas de las víctimas mismas. No es lo mismo hacer justicia en condiciones ordinarias que luego de cincuenta años de guerra. La justicia penal por sí sola no dispone de los instrumentos necesarios para hacer justicia en una transición y darles contenido pleno a los derechos a la verdad, a la justicia, a la reparación y a la no repetición. Y en todo caso ninguna guerrilla se somete a un proceso ordinario en una negociación de paz.
Segundo, el enfoque en las víctimas en primera instancia, y no en los victimarios, hizo posible una discusión razonable en la mesa de negociación, sin que en ningún momento se perdiera de vista la obligación de investigar los crímenes más graves (y por tanto a los victimarios) como condición necesaria para satisfacer el derecho a la justicia. De hecho, como han señalado varios expertos, esta fue la primera negociación de paz que logró un acuerdo en el marco del Estatuto de Roma.
La verdad es que los cientos o miles de expertos que trabajan hoy en justicia transicional no han enfrentado honestamente el hecho de que la tensión entre paz y justicia en una negociación de paz es real. Observar y garantizar estándares de justicia del siglo XXI en una negociación de paz es una verdadera cuadratura del círculo: las personas sentadas al otro lado de la mesa con quienes se está negociando son también aquellas que, según las teorías contemporáneas de responsabilidad penal, son las más responsables por los crímenes cometidos. Sin la comprensión y el apoyo de las víctimas no hubiera habido acuerdo.
Tercero, el enfoque en todas las víctimas del conflicto, y no sólo en las de las Farc, hizo posible que la guerrilla aceptara lo que ninguna otra había aceptado en una negociación, precisamente porque se trataba de cerrar el conflicto histórico y garantizar condiciones de igualdad a todas las víctimas (cosa que no entendieron ni el Congreso, ni la Corte Constitucional).
En todo caso ningún punto fue más difícil de negociar en La Habana; nos tomó un año y medio y requirió el apoyo de muchos expertos y de muchas voces que hablaron con las Farc.
Primero teníamos que asegurar una participación adecuada de las víctimas mismas en el proceso. Por ejemplo, en lugar de organizar un foro en Colombia para recolectar propuestas con la ayuda de las Naciones Unidas y de la Universidad Nacional, como era la costumbre al inicio de la discusión de un punto de la agenda, organizamos cuatro. Al final nos enviaron a La Habana una pila enorme de libros, no menos de doce tomos llenos de comentarios y sugerencias. Otras víctimas nos enviaron propuestas a un “buzón virtual” en la página de la mesa de conversaciones.
Pero no era suficiente. Sentíamos que teníamos que oír a las víctimas directamente, y por eso invitamos a La Habana a sesenta víctimas de todos los actores del conflicto, que vinieron en cinco delegaciones distintas de doce miembros, escogidos por la Iglesia, las Naciones Unidas y la Universidad Nacional.
Escuchamos uno tras otro y durante mañanas enteras testimonios de experiencias atroces y ejemplos del más extraordinario valor, que nos recordaron a todos por qué estábamos sentados en una mesa de negociación. Parecía una comisión de la verdad, con la diferencia de que ante las víctimas no se encontraban unos comisionados, sino miembros de los equipos negociadores, algunos de los cuales estaban confrontando a sus propias víctimas por primera vez. Varios miembros de las Farc lloraron en los pasillos.
Al mismo tiempo, si la lucha contra la impunidad y la garantía de no repetición en una transición a la paz consiste en una respuesta amplia a todos los derechos de las víctimas, había que idear un sistema que, con una combinación de mecanismos judiciales y extrajudiciales, satisficiera esos derechos. Lo llamamos “Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición”.
Es cierto que no es nada nuevo en materia de doctrina de justicia transicional (es exactamente lo que propuso Kofi Annan como Secretario General de Naciones Unidas en un informe de 2004). Pero nunca se había creado a un mismo tiempo y como un solo sistema, ni menos acordado en una negociación con una guerrilla.
Además de crear las instituciones correspondientes —la Jurisdicción Especial de Paz, la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, y la Unidad Especial de Búsqueda de personas dadas por desaparecidas en el marco del conflicto— acordamos toda una serie de medidas de reparación con énfasis en el reconocimiento de responsabilidad en los territorios, en respuestas de carácter colectivo para complementar las medidas existentes de indemnización individual y en el apoyo al retorno de los millones de desplazados a sus tierras.
Se trata de que el sistema no sólo garantice una adecuada rendición de cuentas hacia atrás, sino también de que ayude a sentar bases de confianza en las instituciones y entre las personas en los territorios para promover la reconciliación y construir la paz. ¿Quién imagina que es posible poner en marcha ambiciosos proyectos de desarrollo rural en regiones como el Urabá o el Magdalena Medio, sin antes o al menos en paralelo abrir espacios para que las víctimas sean reconocidas y en lo posible se den también reconocimientos de responsabilidad? Se trata de derrotar la desconfianza y poder construir una visión conjunta del futuro de una región.
En realidad, los puntos que acordamos en el Acuerdo General están todos pensados en una lógica territorial, de manera que se entrelacen y se refuercen mutuamente. Por ejemplo, así como el reconocimiento de las víctimas construye confianza para el desarrollo, también los dieciséis programas de desarrollo rural con enfoque territorial (PDETs) que acordamos son una forma de reparación colectiva y de inclusión social, como lo son las circunscripciones transitorias que varios partidos en el Congreso no quisieron aprobar.
Por último, para que el Sistema Integral funcione, se necesita que los principales responsables participen y respondan plenamente. Es decir, se necesita un sistema de incentivos y condicionalidades.
Los incentivos son sencillos: quien cuente toda la verdad ante la Jurisdicción Especial y contribuya a los diferentes componentes del sistema —vaya a la Comisión de la Verdad, responda a las solicitudes de información de la Unidad de Búsqueda de desaparecidos, haga los correspondientes reconocimientos de responsabilidad, etc.— recibe una sanción especial, que supone un tiempo de no más de ocho años en unas condiciones de restricción de la libertad que no son carcelarias (pero sí verificables por Naciones Unidas), durante el cual debe desarrollar diferentes acciones de reparación. Y quien no lo haga se expone a una condena de veinte años de cárcel.
La otra cara de esa moneda —las condicionalidades— es que, además de presentarse ante la JEP, quienes quieran gozar del tratamiento penal especial deben también asistir a la comisión de la verdad y responder a las exigencias que les hagan los demás componentes del sistema, como la unidad especial de búsqueda de desaparecidos. Y si no cumplen y contribuyen debidamente al sistema, pierden el tratamiento especial.
Ninguna guerrilla ha aceptado en una negociación lo que aceptaron las Farc: que los crímenes internacionales —crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad — no puedan ser amnistiados; que deben responder ante un tribunal por estos crímenes; y que deben pagar unas sanciones o condenas por esos crímenes, responder ante todos los componentes del sistema y reparar a sus víctimas con sus propios bienes.
¿Por qué aceptaron? Porque es un sistema para todas las víctimas del conflicto.
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El octavo paso fue crear un modelo de implementación basado en la participación. Que se trate del desarrollo rural, de los mecanismos para fortalecer la misma participación, del desarrollo alternativo o de las medidas del Sistema Integral para las víctimas, todo el Acuerdo está atravesado por una lógica de participación ciudadana.
El modelo no busca sólo poner en práctica el principio de que la terminación del conflicto es una cosa, y otra la construcción de la paz con de toda la sociedad; o asegurar que las medidas pasen por el filtro del debate ciudadano y construyan sobre lo mucho que ya se ha hecho en los territorios.
Va más allá. Al final la única garantía de una paz estable y duradera es el fortalecimiento de las instituciones en los territorios, para que encaucen los conflictos sociales y protejan los derechos de los ciudadanos. Pero ¿cómo hacerlo? Las instituciones no caen del cielo. Y el Estado colombiano ha fracasado en sus muchos programas para integrar las vastas regiones periféricas asoladas por el conflicto, donde la coca ha dominado la vida de la gente.
El punto es que no podemos seguir haciendo más de lo mismo. En lugar de crear confianza, la falta de resultados de muchos de estos esfuerzos ha alejado a las poblaciones del Estado. La solución necesariamente debe ser una construcción conjunta en la que los ciudadanos jueguen un papel central en el desarrollo de los programas del gobierno nacional. Esa es la clave del fortalecimiento institucional.
¿Por qué? Porque sólo cuando la gente tiene voz, contribuye a la construcción de propuestas y obtiene una respuesta se rompe la desconfianza y se pone en marcha un círculo virtuoso de construcción de Estado y de una visión conjunta del territorio. Cuando la gente ve que hay respuesta, exige más. Y mientras más exige y más responden las instituciones, más se asemejan a un gobierno creíble y eficaz.
Esto es lo que he llamado paz territorial. La pacificación de los territorios a través de la participación ciudadana de la mano de las autoridades en todos los niveles, desde las comunidades en las veredas hasta las universidades y las empresas en las capitales departamentales.
Es un reto enorme, pero ya decenas de miles de personas han participado en los procesos de planeación participativa de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial. Es, de nuevo, la gran oportunidad de la paz: integrar los territorios, profundizar la democracia y pensar de nuevo la relación entre el Estado y la sociedad.
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El noveno paso fue ofrecer a las Farc garantías para desarmarse, más allá del acompañamiento del mecanismo tripartito encabezado por las Naciones Unidas.
Las garantías consistían en primer lugar en garantías para su transición política: 10 curules en el Congreso de la República (de 280), aseguradas por una reforma constitucional para el caso —como en efecto ocurrió— de que no superaran el umbral en las elecciones, así como un apoyo especial para el nuevo partido político.
En segundo lugar, garantías de seguridad. Cientos de hombres de las Farc han sido capacitados por la Unidad Nacional de Protección para ser parte de los esquemas de seguridad de sus dirigentes políticos y cientos de esquemas han sido puestos a su disposición. Otra cosa es la situación de los ex combatientes en los territorios más apartados.
En tercer lugar, garantías jurídicas. Se estableció por reforma constitucional un mecanismo de “fast track” para aprobar las leyes y reformas más importantes para la implementación, en particular la reforma constitucional que creo que el Sistema Integral y la ley de amnistía para el delito político.
Y, en cuarto lugar, garantías socio-económicas para la reincorporación. El Gobierno se comprometió en el acuerdo a entregar un paquete de apoyo a los hombres y mujeres de las Farc, que están recibiendo, incluyendo un apoyo especial a sus proyectos de vida. Pero es necesario avanzar mucho más en el apoyo a proyectos productivos asociativos o colectivos en zonas rurales, que incluyan también a las comunidades aledañas y promuevan la reconciliación.
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El décimo paso fue someter el acuerdo a votación. El 2 de octubre del año pasado los colombianos votaron un plebiscito sobre el acuerdo y, como es sabido, por un margen de 0,3 por ciento (60.000 votos de 13,5 millones) ganó el No.
Muchas personas nos preguntaron, no sin razón: ¿para qué someter un acuerdo de paz a un plebiscito? Había una tensión inherente entre terminar una guerra, lo que claramente no requiere una votación, y otras partes del Acuerdo, como la reforma rural integral, que consideramos necesitaban legitimación democrática. También teníamos el problema de la distancia y del carácter necesariamente cerrado de la negociación, que alejaba el proceso de los colombianos, a pesar de los extraordinarios esfuerzos de Humberto de la Calle por transmitir a Colombia lo que se hacía en La Habana, y de los esfuerzos de pedagogía de paz en los territorios de los miembros de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz.
El hecho en todo caso es que en lugar de unir al país alrededor de la paz, el plebiscito lo partió en dos bandos, a mi juicio bastante artificiales. La campaña misma tuvo sorprendentes paralelos con el Brexit —el tipo de argumentos que se utilizaron— que había ocurrido tres meses antes, pero con una gran diferencia: el Brexit exigía un todo o nada, un resultado binario, “nos quedamos o nos vamos”.
Las personas que dijeron representar el No, insistían en que querían mantener la negociación y el Acuerdo “con modificaciones”. En los meses antes del plebiscito el expresidente Uribe decía: “Si gana el No, pedimos que no se rompa la mesa, que no se rompa el diálogo, que se reoriente el diálogo”.
La respuesta del Gobierno fue la que corresponde en democracia: reconocer el resultado y sentarse a discutir las modificaciones. La misma noche del plebiscito el Presidente Santos habló ante el país, y el día siguiente Humberto de la Calle y yo nos sentamos con las Farc en La Habana para anunciar que el Acuerdo se debía modificar, cosa que las Farc aceptaron con mucha lucidez.
Luego regresamos a Colombia para escuchar durante un mes a los representantes del No, reuniones que culminaron con una semana entera de discusiones día y noche en el Ministerio del Interior. De esa reunión surgió un matriz con las 60 modificaciones propuestas por el No, con la que partimos de nuevo a La Habana.
Al final, luego de dos semanas de negociaciones sin pausa, las Farc aceptaron 58, mucho más de lo que jamás hubiéramos imaginado. Los dos puntos que no era posible modificar —cerrarle la puerta a la participación política de las Farc y hacer más severas las condiciones de reclusión— son las dos cosas que hacían imposible esta o cualquiera negociación de paz. Ninguna guerrilla firma un acuerdo para no participar en política.
En el fondo, la evidente ambición del expresidente Uribe de utilizar el plebiscito para construir su campaña electoral en el 2018 y su insistente negación de la existencia del conflicto armado, y por tanto de las condiciones básicas de una negociación de paz, hicieron imposible el consenso.
Mientras más exige y más responden las instituciones, más se asemejan a un gobierno creíble y eficaz
Lo que nos lleva a una última reflexión sobre la extraordinaria dificultad, paradójicamente, de logar un acuerdo de paz en democracia. Es cierto que la democracia es un sistema —el mejor sistema— de resolución de conflictos. Y eso es lo que pretende el acuerdo: ampliar la democracia en el territorio nacional y garantizar derechos.
Pero también es cierto que las democracias contemporáneas se han convertido con demasiada frecuencia en un espacio de competencia de partidos o movimientos dedicados a acceder al poder sin otra consideración que su propio interés. Y ese interés por el poder supera por mucho el interés por la paz, en Colombia y en otras democracias con conflictos internos.
Es más, las posiciones frente a la paz definen las identidades y las lealtades políticas, que de nuevo impiden la creación de consensos y cierran las puertas a las oportunidades de transformación y reconciliación que permite y requiere un proceso de paz.
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El nuevo Acuerdo Final fue firmado el 24 de noviembre, y ratificado por el Congreso unos pocos días más tarde. Dos meses después, las Farc comenzaron a trasladar sus combatientes a 26 zonas de concentración para iniciar el proceso de desarme, bajo la supervisión de las Naciones Unidas.
Los colombianos vimos imágenes sorprendentes de los hombres y mujeres de las Farc navegando por los ríos en barcazas de madera, o marchando por los campos hacia las zonas de desarme con loros al hombro, mientras que los campesinos los vitoreaban y animaban a la vera de los caminos con pitos y silbidos. Era el fin de la guerra, se abría la posibilidad de la paz.
SERGIO JARAMILLO
Excomisionado de Paz y actual embajador de Colombia en Bruselas