La
desigualdad
“Lo común me reconforta, lo distinto me estimula”
Joan Manuel Serrat
Podemos decir que somos iguales o que somos
distintos y siempre tendremos razón. Apelar a lo semejante para crear un
sistema igualitario es una elección; un ideal largamente buscado y también bastante resistido.
Las medidas políticas que tienden a igualar causan
antipatía. Una gran parte de la población -muy instigada por ciertos medios- reniega
porque percibe que se le viene más control estatal, más burocracia, más
impuestos; y pide que los recursos usados en desarrollo social sean invertidos
en estímulos a la empresa privada.
A esto se suma el juicio generalizado de que los actuales ricos son
quienes mejor manejan los recursos, mientras que el ascenso social de la
mayoría es peligroso. Todos aspiramos a vivir en democracia pero nos da cierta
sensación de seguridad la ilusión de que existe una elite -los que saben hacer las cosas-
que mantendrá el poder en sus manos. Acaso
como un resabio de épocas aristocráticas.
El miedo al cambio no es tonto. Si un gobernante
mejora la situación social de la mayoría, tiene que ser muy noble para no
exigir más y más poder en retribución. Es tentadora la facilidad de la
demagogia, como difícil mantener a un sistema igualitario libre de nepotismo,
amiguismo y tantos desvíos posibles en
la distribución de cargos y recursos.
Por otra parte, a quien tuvo que luchar muy duro para llegar o
mantenerse donde está; le suele parecer
inequitativo que las cosas después se vuelvan fáciles para los más pobres.
En este clima de sospecha, cualquier acto -hasta
pequeño- de malversación en una política
social, tiene mucha mayor difusión que la corrupción en otros rubros más difíciles
de vigilar para el común. ¿Quién podría auditar, por ejemplo, la inversión o
los gastos de una central nuclear? En obras colosales se invierte mucho más que
en la gente, y suele haber más retornos; pero
menos posibilidades de control ciudadano.
No es sólo la suspicacia popular la que cuestiona
las políticas distribucionistas. Hay economistas muy destacados por los medios
conservadores que elucubran intrincadas fórmulas para defender la conveniencia
de ajustar aún más la situación de los más ajustados. Que estos expertos fracasen
vez tras vez, no amilana a sus adictos. Por ejemplo, en Argentina, el
ministerio de Domingo Cavallo llevó al país a su peor quiebra; se vivió la escasez
de una economía de guerra en un país con
enormes recursos y en tiempos de paz. Sin embargo, la prensa conservadora sigue
publicando sus consejos; y los elitistas asisten a sus conferencias en
universidades de todo el mundo.
Hasta hace poco se creía que la igualdad era algo
muy lindo para un discurso pero malo para la economía; hoy se sabe que es al
revés. Según estudios del Banco Mundial, si una mayor igualdad tiene efecto
sobre la economía, este es positivo, especialmente cuando incluye distribución
más equitativa y políticas redistributivas. Por su parte, el Fondo Monetario
Internacional concluye un trabajo reciente aconsejando combinar redistribución
de riquezas con crecimiento sostenido.
Estas y muchas otras investigaciones demuestran
que la desigualdad como motor del crecimiento es un pensamiento atávico
infundado, como una suerte de alucinación colectiva. La compartimos todos, un
poco más o un poco menos, pero no nos acerca ni a la verdad ni a la prosperidad.
En las sociedades desiguales, por más que el nivel
medio de ingresos aumente, la calidad media de vida decae. Esto influye no sólo
en los estratos más bajos, sino en todos: la longevidad de la gente más rica es
mayor en las sociedades más igualitarias que en las más desiguales.
Los efectos adversos de la desigualdad van más
allá de empantanar el desarrollo económico; también ponen en riesgo la democracia, generan
inseguridad, aumentan las actividades ilegales, la corrupción, los problemas
migratorios y todo tipo de inequidades.
Cuando el dinero está en pocas manos, hay mayor
inversión especulativa y menor inversión productiva. Se gasta mucho en lujos
superfluos con impacto ambiental nocivo. Se necesita una erogación enorme en
seguridad y se pierde la transparencia de mercado -esencial para una economía
libre y sana-. Otro impacto negativo es la inequidad: la condición de cada
individuo depende menos de su propio esfuerzo que de sus condiciones de nacimiento. Entonces hay
menos movilidad social, o sea, menos oportunidades para la mayoría. Y esta
sensación de injusticia desalienta.
A pesar de la evidencia actual, la discusión entre
partidarios de la igualdad y de la desigualdad prolifera hasta causar guerras.
No muchos temas polarizan tanto: a quienes conciben un mundo igualitario, otra concepción
les resulta perversa; a los que defienden la desigualdad, la postura contraria les
parece ingenua, o deliberadamente hipócrita.
En general, sostenemos una posición al respecto, pero
puede cambiar según estados de ánimo. Una cosa es declamar igualdad; otra es sentirnos iguales. Y
no es fácil; desde que nacimos y fuimos descubriendo un mundo de superiores, empezamos
a sentir el peso de la desigualdad. Mamá o papá -o cualquier mayor- nos cuidaba
y asistía a la vez que acotaba nuestro poder. Después, algún hermano mayor o un amigo más forzudo hacían lo mismo,
y alguna vez también aprendimos a ser la parte más poderosa. Finalmente nos
enseñaron a considerarnos semejantes; a respetarnos, igualarnos. Pero muy
adentro, con el miedo al castigo y al sometimiento, se nos había enquistado el
deseo de superioridad.
Por eso cuesta igualarse por dentro con el otro.
Si lo sentimos más poderoso, se requiere
valor. Si lo sentimos menos poderoso, se
requiere grandeza. Es una virtud y un premio poder relacionarnos de igual a
igual.
Excelente artículo, Roberto. Coincido completamente con todos sus conceptos.
ResponderEliminarMuchas gracias, Julio
Eliminar